miércoles, 20 de febrero de 2013

EL PICHINERO

El «Pichinero»
En el misterioso mundo del reclamo de perdiz, por ser éste de quijotes, todo es posible. De ahí que no sea fácil entenderlo, y de ahí que cuente con multitud de detractores, ya que les resulta incomprensible, entre otras muchas cosas, que sus seguidores sean auténticos zoólatras de sus pájaros y que, incluso, se estén estrellando constantemente contra los molinos de viento de sus anhelos y fantasías.

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No les importa, sin embargo, a estos soñadores tanto fracaso, ya que siempre seguirán cabalgando, empecinadamente, sobre este frágil rocín de sus fantasías, no desfalleciendo jamás en su permanente gozo de soñar en sus inefables aventuras y venturas, por más que, por lo común, se les tornen en decepcionantes desventuras.
Son, pues, cofrades de esta tan sugestiva modalidad de la caza de la perdiz con reclamo, los únicos quijotes del mundo de la escopeta
Son, pues, cofrades de esta tan sugestiva modalidad de la caza de la perdiz con reclamo, los únicos quijotes del mundo de la escopeta. Un mundo tan sumamente sorprendente además, como para que en él se troquen todos los términos, ya que en él el verdadero cazador es el pájaro, en tanto que el dueño se tiene que limitar, paradójicamente, a ser un simple y fiel escudero que, por otra parte, debe estar tan absolutamente sumiso a las órdenes de su caballero, que ¡ay, de aquél que no le obedezca!, teniendo que ser, además y por añadidura, esta obediencia de escrupulosa exactitud.
Y es que se trata de un caballero-cazador tan extremadamente sensible y exigente, que si en los cuidados que hay que prodigarle tanto en el terrero como sobre el casillero, puede mostrarse, por lo común, condescendiente, no es así cuando está sobre el pulpitillo, bien retando a un contrincante don Juan, más o menos apuesto y arrogante, o bien lanzando al aire amorosos requiebros, intentando seducir a alguna coquetona dama en estado de merecer, pues en estos casos, si el escudero no le abate tanto al uno como a la otra, no sólo en el sitio justo, sino en el preciso momento que él exige y ordena, por lo general de forma tan inequívoca como ostensible, pues aquí se acabó la presente historia. El bizarro y embaucador trovador del pulpitillo quedará tan terrible y misteriosamente dolido y decepcionado que, en el acto, pasará a formar parte de la triste y deprimente cofradía de los maulas.
Cierto que no se llega a tan fatal descalabro en todos los casos, sobre todo en los reclamos ya hechos, después de haberse debatido en mil y una singulares batallas. Pero, de todas maneras, y aun en estos casos, las pichinerías de estos infieles escuderos bien podían mandar al garete al más tolerante, noble y bondadoso de estos caballeros del pulpitillo, si es que reinciden en estas desobediencias, aunque no en muchas más que dedos tiene la mano. Y es que debe ser de tan tamaña magnitud la decepción de estos sensibles caballeros de la jaula ante estas pichinerías, que una patada en los mismísimos sería, en comparación, una leve caricia.
No es, pues, la presa el primordial objetivo en esta tan bella y quijotesca modalidad cinegética. Nada más lejos de la realidad. Su única razón de ser es ese permanente gozo en que vive el pajarero, siempre soñando con sus pájaros, y cuya culminación está en esa tan tensa emotividad de un lance siendo, como es, tan incierto siempre.

Pichinerías

No es, pues, la presa el primordial objetivo en esta tan bella y quijotesca modalidad cinegética de la perdiz con reclamo
En la jerga del pájaro, pichinero (1) es un despectivo de distinta gravedad según el pecado que haya cometido y, siempre llevando como denominador común el desprecio y el rechazo hacia el que se comporta como un mal pajarero y, por supuesto, a las pichinerías (2) que, como tal, cometa.

Cuando el reclamo comienza a cantar no hay que dejar de observarle, pues con sus evoluciones nos avisará si hay alguna perdiz próxima a entrar en la plaza.
En su acepción más suave, se suele decir del pajarero que por novato comete algunos fallos. No son éstos, sin embargo, los pichineros que nos ocupan y preocupan, puesto que nos referimos a los impresentable cuneros (3) que se han colado de rondón en esta bella aventura del pájaro, y que con sus despreciables furtivismos se comportan como viles predadores. Supongo que estos fulanos, habrán sido los que han inducido a sublevarse a la mayoría de los detractores que tenemos cerniéndose sobre nuestras cabezas, puesto que, creyéndonos a todos de la misma calaña, nos han metido en el mismo saco. Y como, según dicen, para muestra bien vale un botón, junto a otros muchos de estos lindos botones, nos dedica, en uno de sus libros, uno de estos detractores que, por cierto, no es un cualquiera, sino todo un prestigioso adalid, tanto con la escopeta, como con la pluma en las manos: «Los españoles —dice— somos de una pasta tal que, desde el momento que se autoriza a uno a coger una escopeta, nadie puede estar seguro de nada (…). Autorizar la caza del reclamo, constituye un gravísimo peligro (…) porque las oportunidades que todo esto brinda al furtivismo, son que ni pintadas».
Yo, ante tan cruda e injusta denuncia, apenas sí pude reaccionar cuando lo leí. Pero hoy, después de haber pensado en ello, y teniendo presente la encomiable actitud de infinidad de jauleros de los más diferentes rangos sociales y culturales, no tengo por menos que gritar terriblemente indignado y ofendido. Y así tengo que decir que, en multitud de ocasiones hemos tenido, allí mismo y en la mismísima plaza (4), algún que otro retozón e incauto caramono o alguna que otra andariega gitanota (5) olfateando de tanguete (6) al enjaulado del pulpitillo (7), y hasta, incluso —aunque cierto es que en muy raras ocasiones— algún vareto o pepa (8), y que, por supuesto, se les ha dejado ir en paz, quedando uno con la conciencia inundada de esa gratificante paz de haber hecho las cosas como Dios manda.

Mantener a un buen reclamo exige cuidados durante todo el año.
No obstante, siendo totalmente cierto todo cuanto termino de decir, debo reconocer que algo de verdad debe haber también en el tremendo y mordaz anatema del prestigioso líder de la oposición, porque, entre otras cosas —y como ya he dejado escrito— el tal no es, ni mucho menos, un cualquiera. Claro que, pensándolo bien, esto de reconocer la terrible acusación no deja de ser una perogrullada, puesto que se sobreentiende que admito tal acusación, siempre y cuando sus destinatarios sean esos impresentables pichineros de la jaula, en particular, y los demás furtivos del mundo de la escopeta, en general; pero ni mucho menos el aficionado al reclamo como tal y por el solo hecho de serlo, puesto que furtivos, desgraciadamente, siempre los hubo, los hay y los habrá. Todos, sean del estamento que sean, producen verdaderas náuseas a todo el que de honrado cazador se jacta, y es que esta gentecilla donde pone los pies, si es que no las patas, como en el caso del mítico caballo de Atila, no vuelve a nacer la hierba.

El tollo-castillo

Por eso, cuando están en el puesto, suelen hacer en el tollo cuatro troneras para que todo bicho viviente que tenga la fatalidad de caer por los alrededores no tenga la menor opción de escapar con vida
Arduo y prolijo sería describir todas y cada una de las pichinerías que suelen cometer los inexpertos o desaprensivos pajareros, y como el sólo mencionarlas —sobre todo las mortales, si es que no tanto las veniales— me produce una especie de escozor en el alma, prefiero limitarme a reseñar la más despreciable de todas, y así pasar el mal trago de una vez.
Se trata de un desafuero que, por vergonzoso e indignante, sólo lo pueden cometer los que son verdaderas alimañas humanas, y para las que la única ley que puede existir es ésa que dice: «Dios me ponga donde haiga, que de recoger me encargo yo», y que en la versión que nos ocupa —esto es, en la del pajarero— podíamos traducirla declarando que el único objetivo de estos peligrosos individuos es matar y matar, por lo que ni pichineros se les puede llamar tan siquiera, sino carniceros —por supuesto que en su sentido más peyorativo—, y es que estos furtivos del mundo del pájaro van con una mano por el cielo, la otra parte por el suelo y un gancho en las espaldas, para que nada se les pueda escapar, y poder así ir rebañando todo cuanto se les vaya poniendo al alcance. Por eso, cuando están dando el puesto, suelen hacer en el tollo cuatro troneras (9): una al norte, otra al sur, una tercera al este y, por fin, una cuarta al oeste, para que todo bicho viviente —que no sólo las perdices— que tenga la fatalidad de caer por aquellos alrededores, no tenga la menor opción de escapar con vida. El puesto, pues, de estas alimañas es algo así como el castillo aquel del cuento infantil, al que se le denominó como el Castillo de Irás y Novolverás.

No todas las perdices llegan a convertirse en un buen reclamo, por lo que éstos pueden alcanzar altos precios.
Claro que a estos verdugos no hay reclamo —por muy noble, voluntarioso y generoso que sea— que los aguante, porque, irremisiblemente, se prostituirán, si es que antes no se convierten en verdaderas alpargatas enjauladas. Pero a estos individuos, ¿qué les puede importar un reclamo…? A éstos, todo lo que no sea carne, les da exactamente igual. Así que, si el reclamo, rechiflado y decepcionado por tanta y tan desvergonzada pichinería, se niega a hacer su trabajo, estos auténticos y despreciables matarifes siempre tendrán, como sustituto, un casette con su cinta previamente grabada y adecuadamente incorporada, sabiendo que este pájaro, por insensible y poco dado a decepciones, sí que cantará, pase lo que pase y como pase.
¿Qué os parece…? Como para dejar a cualquiera con los güevos colgando, ¿a cómo sí (10)? Por eso mejor será que los olvidemos, no vaya a ser que si seguimos refiriendo desafueros de tan nauseabunda calaña, en vez de con los susodichos colgando, lleguen a descolgárnoslos del todo y se nos hagan una tortilla al estrellarse en el suelo. Y es que estos individuos tienen de pajareros, lo que aquél que decía que era joyero, porque se dedicaba a hacer joyos (11).

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